Colombia ha hecho algo que parecía imposible: miró al imperio a los ojos y dijo no. El retiro del embajador en Washington no es un gesto diplomático. Es una ruptura moral. Por primera vez en décadas, un gobierno colombiano no actúa como satélite, sino como Estado soberano.
La “guerra contra las drogas” fue el mayor fraude político del siglo XX. Se diseñó en Washington, se aplicó en Bogotá y se cobró en sangre latinoamericana. No fue una política antidrogas, fue una política de control. Sirvió para financiar ejércitos, corromper instituciones y mantener a América Latina bajo tutela militar.
Durante cincuenta años, Colombia fue el experimento perfecto:
- Una violencia sin fin.
- una economía criminal integrada al sistema financiero.
- una cultura moldeada por la culpa y la dependencia.
El imperio convirtió el narcotráfico en su negocio y la “ayuda internacional” en su instrumento.
Petro ha roto esa narrativa. Ha dicho lo que nadie en el poder colombiano se atrevía a decir: que Estados Unidos usa la droga como pretexto para intervenir, sancionar y dominar; que no combate el narcotráfico, lo administra; que no busca justicia, busca obediencia.
Y eso, en la lógica imperial, es imperdonable. Un país puede ser pobre, pero no puede ser libre. Puede ser aliado, pero no puede pensar. Petro ha hecho ambas cosas: ha pensado y ha desobedecido.
La respuesta de Estados Unidos ha sido previsible: ataques “antinarcóticos” en el Caribe, misiles sobre pequeñas embarcaciones, muertes de civiles, silencio mediático. Llaman operaciones de seguridad a lo que son actos de guerra no declarada. Y mientras tanto, la prensa repite el guion de siempre: “combate al narcotráfico”.
Colombia ha dicho basta. Y ese basta cambia el tablero continental. Porque si el país que fue símbolo de subordinación empieza a defender su soberanía, el resto del continente puede hacerlo también.
Petro no está aislado. Su posición encuentra eco en los pueblos del Sur que ya no creen en el discurso moral del imperio. Venezuela lo resiste desde la economía y la soberanía energética; Petro lo desafía desde la ética y el pensamiento político. Ambos están reconfigurando el mapa de poder latinoamericano.
Estados Unidos ya no representa libertad. Representa miedo. Ya no exporta democracia. Exporta sanciones y guerra. Y América Latina ya no está dispuesta a ser su escenario.
Lo que está ocurriendo no es un conflicto puntual, es un cambio de época. La política internacional está dejando de girar alrededor del dólar y empieza a girar alrededor de la dignidad. El Sur comienza a pensarse como bloque consciente, no como territorio subordinado.
Petro ha abierto un debate mundial sobre el verdadero sentido de la soberanía y la hipocresía de la política antidrogas. Ha puesto al descubierto la raíz del problema: la codicia del Norte. Y ha devuelto a Colombia algo que se creía perdido: el derecho a tener voz propia.
El imperio puede presionar, sancionar o mentir. Pero ya no puede revertir lo esencial: que el Sur ha dejado de tener miedo.
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