La reciente reunión entre el presidente Donald Trump y el alcalde electo de Nueva York, Zohran Mamdani, ha vuelto a poner en evidencia una de las características más desconcertantes de la política trumpista: su pragmatismo radical, ajeno a cualquier fidelidad ideológica o resentimiento personal.
Mamdani, un socialista democrático nacido en Uganda y de fe musulmana, fue blanco de insultos durante la campaña presidencial. Trump lo calificó de “lunático comunista” y amenazó con retirarle los fondos federales a la ciudad si resultaba electo.
Sin embargo, en un giro inesperado, Trump recibió a Mamdani en la Oficina Oval con elogios, cordialidad y promesas de colaboración. “Cuanto mejor le va, más feliz soy yo”, declaró el presidente, reconociendo que “le estaba pegando un poco fuerte” durante la campaña.
Esta escena no es aislada: forma parte de un patrón que incluye sus encuentros con líderes como Kim Jong-un, Xi Jinping y el controvertido presidente sirio Ahmed al-Charaa, con quien incluso compartió una fragancia de su marca personal, pese a que EE.UU. lo había señalado como exlíder de Al Qaeda.
Este tipo de gestos desconcierta a sus seguidores más extremistas, quienes esperaban una línea dura y coherente con sus discursos de campaña. Tras la reunión con Mamdani, muchos reaccionaron con indignación, mientras otros intentaron justificar el encuentro como una “sumisión” del alcalde a los designios de Trump.
La narrativa de sometimiento fue impulsada por propagandistas como los vinculados a María Corina Machado, quienes temen que este pragmatismo se traduzca en una apertura hacia el gobierno de Nicolás Maduro.
La posibilidad de un diálogo entre Trump y Maduro ha encendido las alarmas entre quienes apuestan por una intervención militar estadounidense en Venezuela. A pesar de las presiones del Secretario de Estado Marco Rubio y los llamados “crazy cubans”, Trump ha dejado claro que su política exterior no responde a doctrinas partidistas ni a fidelidades ideológicas, sino a una lógica empresarial centrada en resultados.
Mientras la prensa estadounidense continúa publicando filtraciones sobre un posible ataque a Venezuela, la realidad es que Trump mantiene el control absoluto sobre la decisión final, y su historial sugiere que podría optar por la negociación antes que por la confrontación. En este contexto, la guerra psicológica contra Venezuela parece más una herramienta de presión que una antesala de acción militar.
Trump no actúa como un ideólogo ni como un líder partidista. Su estilo recuerda más al de un CEO que busca acuerdos rentables, incluso si eso implica dejar en ridículo a sus propios seguidores. Para quienes lo apoyan esperando coherencia doctrinal, su impredecibilidad es una traición. Para sus adversarios, es una oportunidad. Y para los observadores, es una lección de cómo el poder, cuando se ejerce sin ataduras ideológicas, puede ser tan desconcertante como efectivo.
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