Este primer cuarto del siglo XXI se ha caracterizado por flujos migratorios masivos. Aunque la migración ha sido una constante en la historia de la humanidad, nunca tantos millones de personas se habían puesto en marcha para labrar su proyecto de vida en un lugar diferente al que nacieron. Según los estudios, los mayores movimientos migratorios se dan al interior de África, el continente más castigado por el colonialismo extractivista protocapitalista y capitalista eurocéntrico perpetrado desde hace más de quinientos años.
Esta realidad africana refuta el tópico extendido de que las principales rutas migratorias son hacia Europa y Estados Unidos. La magnitud de este éxodo intra africano es tan abrumadora que merecería un artículo exclusivo. Pero no es el propósito de esta crónica. Habrá que volver sobre este urgente asunto, tiempo habrá para ello, pero este escrito quiere centrarse en la inmigración hacia ese supuesto Primer Mundo, utilizando la terminología occidentalocéntrica, presuntamente rico y civilizado.
En esos países donde el pensamiento de derechas se ha vuelto sentido común, incluso en quienes se situarían en órbitas socialdemócratas, conviven frente a la inmigración una perspectiva utilitarista de corte neoliberal y otra esencialmente racista que se alinearía con el fascismo tradicional.
La primera perspectiva aboga por una sociedad estamental, dividida en castas. En esa organización piramidal, los inmigrantes serían solo fuerza de trabajo barata, no integrada y sin apenas derecho. Su valor sería –es, puesto que el proceso ya está en marcha- su productividad, con una alta ratio de extracción del plusvalor de trabajo, incrementándose de esta forma el proceso de acumulación capitalista. Terminada esta función productivista, el inmigrante se recluye en guetos, sin poder acceder a los beneficios que sí disfrutaría el resto de la sociedad.
Los inmigrantes, entonces, se situarían en la base de la pirámide. Esta analogía es interesante, puesto que esa base se puede referir tanto a su condición de escalón más bajo de la organización social como al pilar que sostiene en todo el entramado. Y en efecto, los estados del bienestar europeos y el estado ultracapitalista estadounidense están construidos con el trabajo incansable de millones de latinos, asiáticos, árabes… Sin ellos, toda la estructura se vendría abajo. No pueden prescindir de la migración y, a la vez, es una utopía pensar que va a poder mantenerlos en una situación de miseria permanente. Al largo plazo, esta perspectiva utilitarista y, a la vez, discriminatoria, está condenada al fracaso.
El otro punto de vista es el de la limpieza étnica. Estas propuestas abiertamente racistas propugnan sociedades basadas en la pureza de raza. No hay lugar para otras personas, otras comunidades, distintas religiones, creencias, cosmovisiones, costumbres… Entienden que la carga de trabajo puede ser asumida por el propio grupo hegemónico, en sus capas más bajas, cuyo valor distintivo sería la pertenencia al grupo étnico dominante. Esta política autárquica, de puertas cerradas, también parece perdedora. Es imposible ponerle puertas al mar. El ser humano es un elemento en constante movimiento. Negar esta realidad es negar su propia esencia y, en último término, negar a esas sociedades mismas.
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